¿Las cooperativas construyen un mundo ecológico?

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Dr. Eduardo Enrique Aguilar
Profesor -Investigador de la Universidad de Monterrey

¿Puede el cooperativismo ser una solución para transformar los escenarios de colapso ecológico que enfrentamos hoy? Esta es una pregunta inevitable para quienes formamos parte del mundo de las otras economías. Aparentemente, parecería existir una relación positiva entre el cooperativismo y el medio ambiente. Incluso podría argumentarse que esta conexión es inherente, ya que uno de los principios del cooperativismo es mantener una relación armónica con la naturaleza. En ese sentido, las cooperativas tienen un mandato intrínseco de ser ecológicas.

Sin embargo, el asunto no es tan sencillo y no puede reducirse ni a la obligación moral de estas organizaciones ni, mucho menos, al voluntarismo surgido de la lógica solidaria para proteger el medio ambiente. Abordar seriamente la relación entre cooperativismo y sustentabilidad implica basarse en estudios y hallazgos científicos sobre el tema, en lugar de adscribirse únicamente a la doctrina y la ideología del movimiento cooperativista.

Es precisamente desde esta perspectiva donde debemos examinar la capacidad real del cooperativismo para ser sustentable. Este enfoque nos revela un aspecto crucial: cuando las cooperativas se insertan en el mercado, transforman el trabajo en capital, lo que las obliga a incrementar constantemente la explotación tanto de las personas trabajadoras como de la naturaleza para mantenerse competitivas en el mercado. De no hacerlo, se arriesgan a ser relegadas, desplazadas o absorbidas por otras empresas capitalistas.

Debo subrayar dos aspectos fundamentales. En primer lugar, desde un enfoque analítico resulta imposible disociar al cooperativismo de otras formas empresariales al examinar su relación con el medio ambiente, pues su inserción en el mercado las convierte en cooperativas de carácter capitalista. En segundo lugar, es crucial precisar que no pretendo establecer una generalización absoluta.

La comprensión del cooperativismo capitalista exige hacer una distinción clave: el grado de inserción dentro del sistema de producción capitalista. Las cooperativas alcanzan una “subsunción real” al capitalismo cuando toda su estructura productiva y/o de consumo se configura para competir en mercados locales, regionales o internacionales. Esto se manifiesta en: el empleo de maquinaria y tecnología desarrollada, la adopción de una lógica monoproductiva, diversos niveles de especialización en la división social del trabajo, y el uso intensivo de mano de obra profesionalizada y altamente cualificada.

Estas organizaciones representan, sin duda alguna, las formas más destructivas para el medio ambiente. Resultan completamente insostenibles, incluso cuando logran altos niveles de eficiencia en sus procesos o implementan estrategias de “economía circular”. Su lógica competitiva genera una aceleración que inevitablemente rompe con cualquier posibilidad de equilibrio ecológico o regeneración ambiental.

Se trata de entidades profundamente entrópicas cuya dinámica productiva genera impactos irreversibles e irrevocables. Basta considerar cómo sus líneas de producción -dependientes de maquinaria sofisticada y tecnología avanzada-, sus volúmenes de output y sus sistemas de distribución, requieren cantidades masivas de energía que, una vez consumida, se disipa irrevocablemente. Esta característica estructural las convierte en sistemas esencialmente extractivistas, incapaces de mantener relaciones armónicas con los ciclos naturales.

Por el contrario, las cooperativas con una “subsunción formal” al sistema capitalista operan bajo una lógica productiva distinta. Estas organizaciones rescatan formas autóctonas y tradicionales de producción, manteniendo una pluriactividad que les permite suspender la extracción o uso de recursos cuando reconocen la necesidad de periodos de regeneración ambiental -como ocurre con las vedas pesqueras o los sistemas de rotación de cultivos-. Además, consumen parte de su propia producción sin destinar la totalidad de ella al mercado.

Estas características las convierten en organizaciones con un impacto ambiental significativamente menor. Más aún, su dinámica opera en sentido contrario al modelo extractivista: promueven activamente la conservación y mejoramiento de su entorno ecológico. Esta capacidad deriva precisamente de su posición limítrofe dentro del sistema capitalista, al no estar completamente sometidas a sus imperativos competitivos.

Estos procesos productivos cooperativos implementan una conservación comunitaria que trasciende el mero cuidado del territorio para convertirse en su defensa activa. Su relación con el entorno se fundamenta en una profunda conciencia histórica: reconocen que en esta relación se ha jugado, y se sigue jugando, la vida de sus antepasados, la de sus descendientes y la propia. Esta comprensión holística les impulsa no solo a preservar el medio ambiente, sino a desarrollar estrategias activas para su regeneración.

Estas prácticas, que podríamos conceptualizar como neguentrópicas -el antónimo ecológico de la entropía-, representan un paradigma alternativo de interacción con la naturaleza. A diferencia de los sistemas entrópicos capitalistas que degradan irreversiblemente los recursos, las cooperativas con subsunción formal generan círculos virtuosos de conservación y mejoramiento ambiental, demostrando que otra relación economía-naturaleza es posible.

Proyectos chinamperos en Xochimilco, CDMX // Foto: Archivo La Coperacha

Desde esta perspectiva, superamos el discurso simplista y dogmático que atribuye a las cooperativas una obligación moral intrínseca de sustentabilidad. Los elementos analíticos presentados nos proporcionan un marco claro para distinguir las prácticas de sustentabilidad según el grado de subsunción a la lógica del sistema de producción: queda demostrado que las cooperativas capitalistas plenamente subsumidas en el sistema productivo dominante son estructuralmente incapaces de alcanzar la sustentabilidad. Por más esfuerzos que realicen, su misma naturaleza las condena al fracaso ecológico, pues en su ADN organizacional llevan inscritos los imperativos de competencia, rentabilidad y eficiencia, que siempre prevalecerán sobre cualquier consideración ambiental.

Este determinismo estructural opera incluso contra las intenciones individuales de las personas asociadas. No importa cuán genuinas sean sus convicciones personales o cuán elocuentes resulten sus discursos: en la práctica estas organizaciones terminan siendo cómplices de la degradación ambiental, pues su existencia misma depende de la lógica depredadora que dicen combatir.

Por consiguiente, cuando abordamos la relación entre cooperativismo y sustentabilidad, resulta imprescindible dirigir nuestra atención hacia aquellas organizaciones que mantienen una subsunción formal al sistema capitalista. Su particularidad radica precisamente en que no internalizan la lógica del capital en su estructura productiva, limitándose a mercantilizar únicamente una porción de sus bienes.

Estas cooperativas preservan la capacidad de operar bajo principios no capitalistas en sus procesos de producción, circulación y consumo. Gestionan los recursos naturales conforme a sus sistemas tradicionales y prácticas comunitarias, manteniendo además la flexibilidad para modificar sus productos de intercambio comercial sin alterar sustancialmente sus fundamentos organizativos. Esta elasticidad operativa les permite sostener una relación distinta -y potencialmente más armónica- con su entorno ecológico.

La verdadera sustentabilidad de estas cooperativas radica precisamente en su capacidad de comprender los límites ecológicos y suspender la explotación cuando es necesario. Esta facultad representa una diferencia fundamental con la lógica del cooperativismo capitalista cuya naturaleza intrínseca se basa en el crecimiento ilimitado.

Ahora bien, ¿constituyen estas cooperativas formalmente subsumidas la panacea de la sustentabilidad? Evidentemente no, y distan mucho de serlo. Estas organizaciones están plagadas de contradicciones internas, pues ninguna entidad productiva o de consumo contemporánea puede pretender la autarquía -autosuficiencia absoluta-. Necesariamente deben interactuar con otras organizaciones que frecuentemente no son cooperativas, viéndose obligadas a participar en los circuitos mercantiles.

Pero precisamente en esta tensión reside su potencial disruptivo. Al mantener formas de producción autónomas y acceso directo a recursos estratégicos (agua, tierra, energía), estas cooperativas ocupan un espacio limítrofe: con un pie dentro del sistema y otro fuera. Si bien la lógica capitalista ejerce presión constante para su plena incorporación -hacia una subsunción más profunda-, encontramos numerosas experiencias a lo largo del territorio nacional que no solo resisten esta asimilación, sino que activamente construyen caminos de lo que he llamado “transición-hacia-afuera”.

Este modelo de cooperativismo no totalmente subsumido al sistema capitalista posee, en efecto, la potencialidad real de constituir una alternativa sustentable. Su estructura organizativa posibilita establecer un metabolismo social equilibrado con el entorno natural, caracterizado por la producción diversificada mediante la pluriactividad, la circulación de bienes y servicios en circuitos cortos de proximidad, y la generación de bienes culturalmente significativos que responden a necesidades concretas.

En este marco, la riqueza deja de concebirse como mera acumulación para pasar a entenderse desde dimensiones cualitativas: el disfrute colectivo, el consumo consciente, los afectos compartidos y el fortalecimiento de relaciones sociales basadas en la reciprocidad. Es precisamente en esta capacidad integral donde reside el potencial transformador de estas cooperativas, que contienen en su práctica cotidiana el germen de una economía distinta, capaz de trascender la lógica mercantil capitalista y ensayar formas alternativas de organización productiva y reproducción social así como la armonía con otras especies que le rodean.

He aquí la conclusión fundamental: la verdadera sustentabilidad no consiste en preservar la forma cooperativa como modelo definitivo, sino en trascenderla. Esto marca una ruptura con la visión doctrinaria y dogmática que históricamente concebía al cooperativismo como fin último, proyectando sociedades completamente cooperativizadas con sus propias instituciones e incluso estructuras partidistas y de gobierno.

Los actuales desarrollos teóricos y empíricos nos permiten comprender que el cooperativismo debe funcionar como dispositivo de transición hacia una economía radicalmente diferente. Su verdadero potencial yace en su capacidad para construir puentes hacia un sistema económico que supere las relaciones basadas en el valor —siempre alienantes por su propia naturaleza— y establezca en su lugar fundamentos alternativos centrados en:

La riqueza multidimensional de las relaciones humanas (solidaridad, reciprocidad, cuidado colectivo) y la interdependencia consciente con los sistemas no humanos (naturaleza, territorios, ecosistemas). Este horizonte post-cooperativista implica desmantelar la lógica del valor —que reproduce inevitablemente la enajenación— para edificar economías regenerativas basadas en el sostenimiento de la vida. Las experiencias cooperativas no plenamente subsumidas demuestran que esta transición, aunque compleja y contradictoria, contiene ya los gérmenes de posibilidad histórica.

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