Mujeres, cooperativas y colectivas solidarias. Una mirada feminista

0
552

Dra. Josefina Cendejas Guízar
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

Investigadora del Instituto de Investigaciones sobre los Recursos Naturales

El cooperativismo mexicano ha sido, por tradición, promovido y difundido sin incluir la perspectiva de género. Aunque las mujeres no están excluidas de las organizaciones cooperativistas de base, conforme se sube en la jerarquía ocurre lo que en la gran mayoría de las instituciones: quienes terminan liderando, tomando decisiones, manejando recursos y colocando su voz en el debate público son casi siempre varones. Es decir, que la lógica y las inercias del poder patriarcal terminan por imponerse. Esto se acentúa en los llamados “organismos de segundo y tercer nivel” como las uniones, las confederaciones y claro, el órgano de mayor jerarquía, el así llamado Consejo Superior del Cooperativismo (Cosucoop), cuya cuestionada legitimidad no ha impedido que hoy por hoy sea considerado por el Gobierno Federal como el único interlocutor en materia de cooperativas.

Para decepción de muchas personas, la dinámica que se ha dado desde el inicio de los gobiernos de la llamada Cuarta Transformación (4T) alrededor del tema de la economía social y solidaria, y en particular del cooperativismo, ha sido prácticamente una cuestión de retórica. Es así que, el término “economía social” se acepta y se usa en el discurso, pero sin cuestionar la lógica de la reproducción/acumulación del capital, ni poner en marcha procesos que reorienten la política económica hacia un modelo de redistribución social de la riqueza, que reduzca no solo la pobreza sino la profunda desigualdad en el país.

Tampoco se han generado iniciativas que fortalezcan la participación y visibilicen el aporte de las mujeres en la economía, más allá de haber medido el “valor” del trabajo no remunerado que hacen ellas, que de acuerdo al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) supera el equivalente al 25% del PIB. No es de extrañar, que el debate actual acerca de la necesaria reforma a la Ley General de Sociedades Cooperativas se esté dando entre los legisladores y las cúpulas del cooperativismo tradicional, quienes no siempre tienen una concepción de la actividad cooperativa como una alternativa económica real al sistema capitalista dominante, ni están interesados en que se reconozca —en obras y no solo en datos— el trabajo de las mujeres. 

Por otra parte, las grandes empresas cooperativas representadas en el Cosucoop —y que lideran la discusión sobre la reforma a la Ley— no consideran esencial incluir aspectos que den cuenta de la diversidad de las cooperativas realmente existentes en México, la mayoría de las cuales son micro y pequeñas organizaciones que, más que competir por una porción del mercado, requieren ser protegidas y fortalecidas para seguir cumpliendo su papel de satisfacer las necesidades de sus socios y socias, e incidir en el bienestar de sus comunidades.

Foto de archivo: Tercer Encuentro de Mujeres Cooperativistas, Cámara de Diputados en 2015

Muy lejos aún está de la discusión el tema de la inclusión plena de las mujeres, de la juventud, de los pueblos indígenas y de los grupos sociales vulnerados, a través de modalidades no meramente productivas, sino también de carácter social, como serían las relativas a la economía del cuidado, la vivienda, la animación cultural, la protección del medio ambiente o la prevención de las violencias.

Desde hace más de una década, cuando se discutía el Proyecto de Ley de la Economía Social y Solidaria, la preocupación de muchos activistas era que, a partir de ampliar el marco normativo sobre el sector social de la economía, más que fomentar, proteger y visibilizar a las organizaciones que lo integran, se buscara ejercer sobre ellas un mayor control y, por ende, una subsunción más profunda a las fuerzas de la economía de mercado.

La promulgación de la Ley no generó mayores efectos, en el sentido de crear políticas robustas y asignar recursos suficientes al desarrollo de las Organizaciones del Sector Social de la Economía (OSSE).  Por el contrario, en los años recientes se redujo al mínimo el presupuesto del Instituto Nacional de la Economía Social (INAES) y, con la reforma a la Ley de Adquisiciones del Sector Público, se abrió la puerta a la posibilidad de un control burocrático excesivo de parte de ese organismo sin que queden claros los beneficios que esto traería a las cooperativas, sobre todo a las de menor tamaño.

Sin duda que la ausencia de una política vigorosa de fomento y protección de las organizaciones del sector social de la economía de parte del Estado —incluyendo una política fiscal que las reconozca como entidades de interés público— afecta su viabilidad y reduce su nivel de autonomía frente a los embates del capital. Pero si las reformas legislativas y las políticas que se deriven de ellas no se hacen con una perspectiva de género, tampoco abonarán al avance de la igualdad sustantiva y al cumplimiento de los derechos sociales y económicos de las mujeres.

Cómo reconocer el trabajo de las mujeres en el cooperativismo
El primer reconocimiento que podría hacerse, desde una mirada más amplia que los formalismos legales del cooperativismo, es que de acuerdo a sondeos realizados por quien esto escribe a lo largo de casi 20 años, al menos el 70% de la economía solidaria está formada y sostenida por mujeres, tanto en las ciudades como en el campo.

Los emprendimientos pueden o no estar formalizados mediante una figura jurídica, ya que su diversidad es muy amplia: desde pequeñas tiendas colectivas, librerías independientes, cafés culturales, tianguis agroecológicos, cooperativas de producción y de servicios, cooperativas de vivienda, centros eco-turísticos, colectivas feministas de trabajo, hasta mercados de trueque centenarios, que siguen operando de acuerdo a reglas no escritas pero eficaces.

La importancia de estas iniciativas no reside solamente en ser medios de subsistencia para muchas familias, sino que ofrecen a las mujeres espacios para la emancipación personal, para la autonomía económica, y desde luego, para la autogestión en colaboración con otras. Según Patricia Giraldo, investigadora colombiana, “las mujeres del medio rural, una vez que comienzan a liberarse a través del trabajo cooperativo, ya no vuelven al mismo lugar (de opresión) en el que estaban”. El solo hecho de salir del hogar, de construir con otras un espacio de interacción, que va mucho más allá de lo productivo, las convierte en sujetos con capacidad de decidir sobre su futuro y de incidir en sus familias y comunidades.

Esto puede evidenciarse en la labor de promoción que realiza la Unión de Cooperativas Lázaro Cárdenas del Río en Michoacán, donde más de la mitad de las cooperativas rurales que han ayudado a formar están constituidas por mujeres. Los testimonios que de ellas hemos escuchado a través de espacios de diálogo con la comunidad universitaria son contundentes: en casi todos los casos las mujeres han sufrido violencia, y el integrarse a una cooperativa les representa una ampliación de posibilidades para decidir sobre su vida y la de sus hijos.

Aunque en un principio los ingresos sean pocos, el sentimiento de pertenencia a la cooperativa las fortalece, y hay en ellas un orgullo genuino por el hecho de ganar su propio dinero. Las actividades que realizan son muchas: bordados, elaboración de ropa típica, bisutería, productos de cuidado personal y de medicina tradicional, producción y transformación de alimentos, e incluso la cría de ganado.

En cuanto a las cooperativas promovidas y acompañadas por la unión, la perspectiva de género se ha abierto paso, empujada por las necesidades y las condiciones vividas por sus integrantes, que han sido reconocidas de manera sensible por los promotores. Sin embargo, este no siempre es el caso. Hay evidencia de que, en otras empresas comunitarias y cooperativas, las mujeres no son consideradas parte de las mismas; su trabajo sigue siendo poco valorado, e incluso, se realiza sin remuneración como parte de la “ayuda” que se espera que presten a sus maridos, quienes sí son socios con plenos derechos, tanto económicos como de decisión.

Invisibilizar el trabajo de las mujeres sigue siendo una constante civilizatoria que permite al capital reproducirse y acumularse, mientras que las infinitas e interminables tareas de reproducir y sostener la vida recaen sin paga ni reconocimiento sobre los hombros femeninos. Si esta invisibilidad —que lleva consigo la naturalización de asignar a las mujeres ciertas actividades y excluirlas de otras— no se examina críticamente en el seno de las organizaciones cooperativas y solidarias, estarán faltando a sus principios básicos de igualdad, equidad y democracia.

Incluir la perspectiva de género en todas las fases y aspectos relativos a las organizaciones de la economía solidaria es un imperativo ético y político, pero quizás no sea suficiente. Un diálogo fraterno, abierto y verdaderamente solidario con las economías feministas hará que todas las iniciativas del sector social de la economía avancen hacia la igualdad y la justicia que durante siglos se ha negado a las mujeres, pese al enorme valor de su trabajo, dentro y fuera del hogar.

Otros trabajos de la serie:

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor deja un comentario
Por favor ingresa tu nombre