Reflexiones en ocasión del año internacional de las cooperativas

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Dra. Laura Collin Harguindeguy
Colegio de Tlaxcala
Investigadora del Centro de Estudios Políticos y Sociales

El origen de las cooperativas se remonta al siglo XIX en el contexto de la revolución industrial en Europa. La revolución industrial, fue como la describió Polanyi, la gran transformación que afectó no solo al modo de producción, sino a todas las formas de vida y de relación. Tanto los intelectuales de la época, como los actores involucrados o afectados por la avalancha de cambios, al tratar de entender y explicar las transformaciones y sus impactos sobre la gente, visualizaron aspectos que consideraron positivos y otros como negativos.

Las críticas más radicales se centraron sobre las condiciones de explotación propias del trabajo asalariado que dieron lugar al surgimiento de corrientes políticas obreristas autodefinidas como socialistas, en su momento diferenciadas entre materialistas o científicas y utópicas. Si bien con diferencias, ambas corrientes del socialismo coincidían en cuestionar la explotación del trabajo, pero también manifestaron su admiración por los avances tecnológicos en dos sentidos: la introducción de las máquinas y la socialización del trabajo: de allí que tomen el nombre de socialistas. Ambas, en su análisis, consideraban que las innovaciones tecnológicas, al incrementar la productividad del trabajo, permitirían en el futuro reducir el tiempo de trabajo necesario y liberar al trabajador del yugo del trabajo.

La organización de la producción industrial se veía como una revolución en las fuerzas productivas sociales. Al admirar los aspectos técnicos de la revolución industrial, solo cuestionaron el elemento, que en su opinión propiciaba la explotación de los trabajadores: la propiedad privada de los medios de producción. Considerando tal diagnóstico, dos fueron las propuestas de solución, y ambas conservan la socialización del trabajo, es decir la producción en línea, luego llamada organización científica del trabajo y el uso de máquinas, cada vez más complejas. El gran cambio será en términos de la propiedad de los medios de producción, proponiendo su pase de propiedad privada a propiedad social.

La corriente del socialismo utópico propondría como modelo el de las cooperativas donde la propiedad de los medios de producción corresponde a los socios. Los marxistas optarían por el control obrero de la producción que en la práctica se redujo a la estatización y la conformación de una nueva clase social burocrática.

En esos tiempos finales del XIX y principios del XX, era difícil prever los efectos ambientales de la producción industrial y su consumo energético que conduciría al calentamiento global, y si bien se podía prever, no lograron imaginar los límites alcanzados por la concentración monopólica de la producción, y su concomitante la destrucción de capacidades productivas locales y nacionales, es decir el imperialismo. Tampoco podían prever que el incremento de la productividad en vez de disminuir el tiempo de trabajo necesario redundaría en trabajo precarizado y menor demanda de trabajo -en parte sustituido por robots-, es decir al aumento de trabajadores sin empleo y que el trabajo asalariado dejaría de ser una opción de vida para los trabajadores. Por último, en ese momento intuyeron, pero tal vez no concedieron suficiente importancia, al grado de alienación del trabajo mecánico o en línea, o de cómo las máquinas impondrían su lógica y su ritmo a los trabajadores.

En estos comienzos del siglo XXI y considerando los diversos aspectos de la crisis multifuncional que enfrentamos así como  la necesidad de que todas las personas accedan a trabajos creativos y remunerativos que permitan el vivir bien de las familias, sería importante preguntarnos si todavía sigue vigente la admiración por la producción industrial a gran escala compartida por el socialismo y el cooperativismo o si no es el momento de transitar a esquemas de producción descentralizados, locales y sobre todo de baja entropía-o sea de menor consumo de energía-. Por último, preguntarse si para una producción local hace falta mantener modelos europeos como las cooperativas o si en Abya Yala tenemos modelos propios como la unidad doméstica o familiar y prácticas como la reciprocidad, el trueque, el tequio y la mano vuelta.

Las cooperativas de producción al conjuntar a un grupo de trabajadores, requiere de volúmenes de producción tal, que el ingreso resultante sea suficiente para garantizar la reproducción de los socios, situación que lleva a volúmenes de producción a mayor escala y a la necesidad de ampliar el mercado, compitiendo con otros productores.

Para la producción descentralizada que produce lo que un mercado local demanda, al menos en México, aparentemente la forma de asociación que opera mejor es la unidad doméstica. Así parece demostrarlo la experiencia histórica de los ejidos y comunidades donde la producción se centra en las parcelas familiares, que han resistido los sucesivos intentos de colectivización por parte de programas gubernamentales (Cárdenas y Echeverría), o de compactación de parcelas, dejando a la organización mayor, ya sea el comisariado o la asamblea, el manejo de los asuntos  colectivos como la administración de los bienes comunes (bosque, pastizales o canteras), las negociaciones con instancias de gobierno, por programas o políticas que les afecten. Lo mismo ha sucedido con los programas de asociación o integración de artesanos en una empresa o cooperativa, que se mantienen por un tiempo para volver a la organización familiar cuando termina el programa.

Tianguis de trueque Purépecha

Si nos remontamos en el tiempo, al parecer, similar situación se presentaba en los altépetl y calpullis prehispánicos, donde la producción primaria competía a las familias en parcelas, pero también realizaban tareas conjuntas mediante diferentes formas de tequio, para la construcción de obras públicas ya fueran construcciones ceremoniales o utilitarias como caminos, terrazas o sistemas hidráulicos. También trabajaban en común parcelas destinadas al pago de tributo para mantener a la nobleza o para el culto, sistema que en parte se mantuvo en la colonia y persiste en algún grado en comunidades indígenas que mantienen la comunalidad.

En cuanto a las formas de apropiación (que no es lo mismo que de propiedad) también se encuentran situaciones diversas en tanto hay objetos o herramientas muy personales, que ni se dan ni se prestan, otras que se pueden transferir y unas más que se pueden intercambiar o vender. La tierra como laboratorio de trabajo no se consideraba una mercancía, hasta tiempos recientes, por tanto, no era objeto de venta, pero sí de transferencia, como sigue siendo para miles de campesinos motivo de herencia. Inclusive los bosque y pastizales se refieren como herencia de los abuelitos.

La enseñanza que sacamos de las prácticas mesoamericanas que han pervivido por milenios refiere a la pluralidad o diversidad. Ni todo tiene que ser colectivo, ni tampoco todo privado y que se pueden combinar formas de trabajo y de apropiación de acuerdo con los fines que se persiguen. La producción descentralizada parece adaptarse naturalmente y culturalmente a las unidades domésticas, pero hay actividades o procesos que requieren de mayor escala o de agregación, como, por ejemplo, la compra de insumos en común o algunos de los procesos de transformación y o de comercialización, cuando refieren a mercados no locales a veces transnacionales como el café. O sea, compras o ventas consolidadas que se articulan con la producción descentralizada.

Para compras y ventas consolidadas las cooperativas representan una opción organizativa. En muchos casos de mercados y tiendas se asumen como cooperativas, pero no requieren los procesos de registro. En otros la constitución formal de la cooperativa proporciona la posibilidad de facturar y celebrar contratos con terceros. Aunque tengan que enfrentar los problemas regulatorios de leyes con orientación de mercado.

Lo importante, a juicio de quien esto escribe, es reconocer la importancia de la diversidad y no imponer modelos homogéneos que no reconocen la diversidad cultural y social de la realidad.

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