Desde la Comunalidad
Jaime Martínez Luna
Guelatao de Juárez, Oaxaca
En tiempos de Pandemia, el papel del quehacer científico ha cobrado mucha más relevancia de la que realmente, a nuestro juicio, tiene la Ciencia.
A lo largo de los años, la ciencia ha sido la dimensión rectora de la “verdad”. Nunca se le cuestiona, más bien con sus descubrimientos hace que los seres humanos demos por hecho las determinaciones que anuncia.
Sus vacunas son remedios considerados infalibles. No vamos a decir aquí, si eso es bueno o no. Lo que nos interesa señalar es que por ningún motivo es cuestionada su utilización y los resultados de su realización.
La ciencia engendra mucha mayor tecnología que aportes a la vida armónica en el planeta. Es decir, a la ciencia no le importa destruir al planeta, si es para beneficiar a la especie humana. Es más, al no descubrir las fuentes para su eternidad, empieza a diseñar ciudades en otros planetas. No existe mayor atrocidad científica, que la destrucción de nuestro mundo.
La tecnología generada por la ciencia, y que responde al mercado de capitales, se diseña para la destrucción de la naturaleza, no para beneficiarla, pensando en mejorar las condiciones de vida de las especies todas que la habitan.
Esto es normal si vemos que la ciencia la ejercita la especie humana en el poder, destruyendo el suelo que le permite vivir. Lo cual le da a la ciencia un rango de ejercicio antinatural.
Es por esto que se tiene que redimensionar al papel de la ciencia, que ignora algo tan elemental, que el hombre de ciencia respira, como el más humilde ser vivo, y que nace para compartir la vida, no para destruir las fuentes de vida que todos merecemos. Si el hombre de ciencia respira igual que las hormigas, ¿por qué se afana en descubrir más tecnología para destruir el mundo que respira?
Estas son las preguntas que tenemos que hacernos, en lugar de que en aras de la ciencia-verdad, se siga cometiendo magnicidios, no sólo humanos, sino de la naturaleza, que nos da la oportunidad de vivir.
Imagen: Shinzaburo Takeda (Seto, Japón, 1934). Ay Sandunga. 1988.
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